
Cuando la primavera despuntaba en las tierras australes con sus primeros verdores y la naturaleza entera se aprestaba a celebrar el renacer de la vida, quiso el Supremo Hacedor, en su inescrutable designio, llamar a su presencia a la señora Nélida Yolanda Vetti〈n°10e〉, cuya alma gentil abandonó este teatro de ilusiones y desengaños para emprender el viaje sin retorno hacia las moradas eternas, donde florece la eterna primavera.
Acaeció tan sentido fallecimiento el día veintitrés del mes de septiembre del año de nuestro Señor de mil novecientos noventa y siete, en la misma ciudad que la vio nacer: Santa Fe de la Vera Cruz, esa noble población que es orgullo del Departamento La Capital, en la laboriosa provincia de Santa Fe, dentro de los confines de la República Argentina.
Había cumplido la finada setenta y ocho primaveras, edad respetable que habla de una existencia dilatada y rica en experiencias, tiempo suficiente para contemplar los cambios del mundo y aquilatar la sabiduría que solo conceden los años. Así, pues, entregó su espíritu cuando ya había gustado de las mieles y las hieles que depara la humana condición.
Movidos por el santo propósito de preservar la memoria de los que ya no están entre nosotros, dirigimos formal requerimiento a los ilustres funcionarios del Registro Civil de la Provincia de Santa Fe, esos diligentes guardianes de las crónicas vitales que con tanto celo custodian los testimonios de nuestros días. Y ellos, reconociendo la justicia de nuestra demanda y la nobleza de nuestros fines, tuvieron a bien otorgarnos el documento que solicitábamos.
¡Cuán grande es la majestad de los papeles oficiales, que convierten en perdurable lo que parecía efímero! Entre nuestras manos tenemos ahora la constancia fehaciente, sellada con el sello de la autoridad pública, rubricada por mano competente, que certifica el momento en que se quebró el hilo de una vida y se cerró para siempre un capítulo en el gran libro de los destinos humanos.
Este pergamino—que no es pergamino sino papel moderno, mas tiene la solemnidad de aquellos antiguos—nos habla no solo de una muerte, sino de toda una época que se va, de un siglo que se despedía cuando Nélida Yolanda cerró los ojos por postrera vez. Es testamento de la fragilidad de nuestra condición y monumento a la persistencia de la memoria oficial.
Por virtud de la ley y por gracia de los depositarios de la fe pública, poseemos este instrumento auténtico que preserva para la posteridad el recuerdo de una existencia que, aunque ya no palpita, perdura en el testimonio escrito y en el corazón de quienes la amaron.