Sea notorio y manifiesto a cuantos la presente escritura vieren, leyeren, entendieren y con diligente cuidado examinaren, cómo en los fastos y crónicas de la muy insigne, noble y leal ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, la cual, como perla de inestimable valor, resplandece en el corazón mismo del Departamento de La Capital, siendo cabeza, emporio y espejo de toda la floreciente Provincia de Santa Fe, engarzada a su vez cual diamante de primera agua en la vastísima, opulenta y bienaventurada República Argentina, allí quedó para perpetua memoria, eterna recordación y testimonio perdurable de las generaciones presentes y venideras, asentado con toda la solemnidad, pompa, magnificencia y ceremonial que requieren y demandan los sacrosantos e indisolúbles vínculos del matrimonio, según los usos, costumbres, ordenanzas y pragmáticas sancionadas por las leyes civiles de esta próspera nación.
Y fue que en el día décimo del mes de junio del año de gracia, salud y bendición de nuestro Señor de mil novecientos y dos de la era cristiana, cuando Aurora de rosados dedos comenzaba a desplegar sus luminosos velos sobre la llanura infinita, y cuando Febo, el de los cabellos de oro, se aprestaba a iniciar su diurna carrera por la bóveda celeste, se celebró con toda la grandeza, esplendor y boato que los sagrados cánones, las venerables ordenanzas y las inviolables pragmáticas civiles prescriben, ordenan y mandan, el dichoso, venturoso y bienaventurado desposorio entre dos almas que, habiendo nacido bajo los mismos cielos, respirado los mismos aires y contemplado los mismos horizontes de la meridional, fértil y generosa Calabria —esa región bendita del lejano, poderoso y glorioso Reino de Italia, cuna de tantos ingenios, madre de innumerables virtudes y solar de estirpes ilustres—, vinieron por los inescrutables designios de la Divina Providencia a encontrar su ventura, su dicha y su bienaventuranza en estas pampas americanas, tan apartadas de su cuna natal como cercanas a su destino.
El primer contrayente, mancebo de gallarda presencia y noble continente, fue el muy honrado Domenico Scalzo〈n°22〉—cuyo nombre de pila, por mejor acomodarse a las dulces cadencias de la lengua castellana que en estas tierras se habla y enseñorea, fue mudado y transformado a Domingo, sin que por ello perdiera un ápice de su sonoridad ni de su significación—, natural, oriundo y vecino que fue de la noble villa de Decollatura, asentada en los fértiles campos y amenos valles de la provincia de Catanzaro, en el corazón mismo de la región calabresa, donde entre olivares centenarios, viñedos ubérrimos y huertas florecientes, vio la primera luz de sus ojos.
La segunda contrayente, doncella de extremada hermosura y singular donaire, fue la muy virtuosa Angelina Ciró〈n°23〉—nombre que, asimismo, fue castellanizado y acomodado desde su original denominación por la de Angela, para mejor ajustarse a los usos y costumbres de estas indianas comarcas—, nacida y criada en la muy antigua, noble y populosa ciudad de Rossano, asentada en la provincia de Cosenza, la cual, como hermana gemela de la anterior, yace también en los fértiles campos de la región calabresa, donde entre naranjos olorosos, limoneros frondosos y jazmines que perfuman el aire, abrió los ojos al mundo.
¡Oh inescrutables arcanos del destino! ¡Oh maravillosos y misteriosos designios de la Divina Providencia, que todo lo ordena, todo lo dispone y todo lo encamina hacia fines superiores a nuestro entendimiento! Que habiendo nacido estos dos corazones, estas dos almas gemelas, estos dos espíritus afines, a una distancia que no excedía los ciento treinta kilómetros —medida que un jinete diestro podría recorrer en tres jornadas de buen camino, o que un caminante de pie firme cubriría en una semana de marcha—, en aquellas mismas fragantes colinas donde el olivo milenario extiende sus brazos plateados, donde la vid generosa derrama sus racimos de oro, donde el almendro florece como nieve temprana y donde el mar Tirreno baña con sus ondas cristalinas las costas de su patria natal, hubieron de emprender —¡oh capricho de la fortuna! ¡oh burla del hado!— la magna, peregrina y aventurada travesía de no menos de doce mil kilómetros de distancia, que es tanto como decir la cuarta parte del perímetro terrestre, cruzando primero el Mare Nostrum, ese Mediterráneo que fue cuna de la civilización y teatro de mil aventuras heroicas, surcando después en los vapores de la época —esas fragatas de hierro que como monstruos marinos devoran las leguas oceánicas— el vastísimo, proceloso e infinito Océano Atlántico, donde tantas esperanzas naufragan y tantas otras arriban a puerto seguro, para finalmente remontar, con la paciencia de quien busca la tierra prometida, las caudalosas aguas del Río Paraná, ese Nilo americano que fertiliza las llanuras con su limo benéfico, hasta arribar a estas tierras santafesinas, donde los hilos de sus vidas —hilos que acaso el telar del destino había comenzado a urdir en su Calabria nativa— vinieron a entrelazarse, anudarse y trabarse bajo cielos diferentes pero no menos prósperos, no menos benignos, no menos propicios para la felicidad humana.
Tal es, pues, la peregrina, admirable y digna de perpetua recordación historia que encierra, guarda y conserva este venerable documento, expedido, rubricado y entregado a mi humilde persona —que sin merecer tan alta honra, oso presentarlo ante los ojos de quien quisiere leerlo— por expresa, reiterada y solemne petición dirigida al Registro Civil de la Provincia de Santa Fe, custodio fidedigno, depositario inviolable y guardián celoso de los más solemnes, importantes y trascendentales actos de la vida civil de todos sus moradores, habitantes y vecinos; documento que hoy presento, ofrezco y dedico como testimonio imperecedero, monumento perdurable y ejemplo edificante de cómo el amor verdadero, la esperanza constante y la fe inquebrantable pueden florecer, fructificar y dar abundantes frutos aun en las más remotas, apartadas y desconocidas tierras, cuando dos almas están destinadas por los cielos, predestinadas por la Providencia divina y llamadas por el hado propicio a caminar juntas, mano en mano, corazón con corazón, por los senderos de la vida, ya sean éstos floridos o espinosos, ya llanos o escabrosos, ya breves o prolongados, hasta que la muerte los separe y los vuelva a reunir en mejor vida.