Bitácora

De Bortoluzzi a Bortolussi, de Sopola a Zoppola: entre eses, zetas y caminos laterales.

De cómo, tras largo batallar contra la niebla del olvido, di con la noble tierra de origen de uno de mis tatarabuelos, y cómo la verdad, como suele acontecer en las empresas del alma, se halló donde menos la esperaba.

Siendo ya muchos los años y no pocos los documentos que llevaba yo acopiados en esta mi modesta pero tenaz investigación genealógica —trabajo más cercano al arte de los antiguos monjes copistas que a los oficios de esta era veloz— había, sin embargo, un asunto que turbaba mi ánimo con la persistencia de un zumbido invisible: no lograba yo dar con la ciudad, comarca ni región precisa de la cual provenían los padres de mi bisabuela, doña Josefa Cecilia Bortoluzzi〈n°17〉, mujer nacida en Santa Fe de la Vera Cruz, en la República Argentina, de sangre netamente italiana, según afirmaban censos, registros y demás papelajos que había yo desmenuzado con paciencia de relojero.

Del censo nacional del año del Señor de mil ochocientos noventa y cinco en la República Argentina sabía yo, con certeza razonable, que los tales eran naturales del Reino de Italia y que habían procreado allá varios hijos antes de cruzar el ancho mar hacia estas tierras del Plata. A saber: Pedro, de diecisiete años; Antonio, de veintiuno; y Luis, de veintiséis, habían nacido en suelo italiano, en tanto que Luisa, de quince, y todos los sucesivos —entre ellos mi bisabuela— ya habían visto la luz bajo el sol santafesino.

Pero hete aquí el escollo: en ninguno de los documentos, legajos, padrones, censos ni partidas hallé jamás indicio alguno del preciso lugar de origen de aquella estirpe. Lo peor del caso era que hasta el apellido de mi tatarabuela parecía burlarse de mí, mudando de forma según el viento del escribano de turno: Pilogia, Pilagga, Peloso, Pilosia y otras tantas permutaciones que hacían de cada búsqueda un rompecabezas armado con piezas ajenas.

Sabía, eso sí, que mi tatarabuelo se llamaba Giovanni Bortoluzzi, aunque por estas tierras respondía al nombre castellanizado de Juan; que había nacido allá por el año mil ochocientos treinta y siete, y que su consorte, doña Cecilia (de apellido incierto), había venido al mundo hacia mil ochocientos cincuenta y cuatro. También intuía que se habían desposado alrededor de mil ochocientos setenta y tres.

Y así, en tal estado de cosas, cuando ya pensaba que esta rama familiar quedaría envuelta para siempre en la bruma del anonimato, el destino —o quizás la Providencia, si se me permite la osadía teológica— me puso en las manos una pieza inesperada: el acta de matrimonio civil de Antonio, uno de los hijos mayores del matrimonio. En dicho instrumento, cuyo valor resultaría inmenso, se decía que el susodicho Antonio era “natural de Sopola, Italia”.

¡Sopola! Nombre que, a todas luces, era fruto del oído poco fino o de la pluma atolondrada de algún escribiente criollo. Pero no siendo yo de los que se arredran ante la errata ni el error fonético, tomé aquella pista como lo haría un sabueso avezado, y emprendí la pesquisa.

Y así fue como llegué a la localidad de Zoppola, comuna situada en la provincia de Pordenone, región de Friuli-Venezia Giulia, en el nordeste de la península itálica. Pronto descubrí que en aquellas tierras el apellido Bortolussicon doble s, en lugar de la doble z que yo conocía— no solo existía, sino que abundaba como los olivos en Apulia.

Tal hallazgo me llenó de gozo y confusión a un tiempo, pues si por un lado parecía haber encontrado por fin el solar originario de mis tatarabuelos, por el otro me enfrentaba a la fatiga de discernir, entre centenas de familias homónimas, cuál de todas era la mía.

Fue entonces cuando resolví seguir el consejo que tan enfáticamente brindo y escribí una carta —redactada con esmero y cortesía— a la Associazione Pro Loco di Zoppola, dando cuenta de mi búsqueda y solicitando, si no era mucho pedir, alguna guía o nombre a quien dirigirme.

Grande fue mi sorpresa, y mayor aún mi alegría, cuando al día siguiente recibí su respuesta: no solo me brindaban su ayuda, sino que de jactaban de contar entre sus miembros con personas de gran destreza en el arte genealógico. No transcurrió una semana entera cuando llegó a mi bandeja un correo que habría de cambiarlo todo: un árbol genealógico completo, con ramas que se extendían hacia el pasado hasta el s.xᴠɪ, perteneciente a la familia Bortolussi detto «Mariet», y que descendía, sin lugar a duda, hasta mis tatarabuelos: Giovanni Bortolussi y… Cecilia Pilossio¡al fin, el nombre entero, nítido, redondo como campana recién fundida!—. Allí estaban también, sus fechas de nacimiento y de matrimonio —extremadamente próximas las que se desprendian de lo declarado por mis ancestros en el censo de 1895— los nombres y fecha de nacimiento de sus hijos nacidos en Italia, entre ellos Antonio Pedro, y una nota breve pero contundente: “La famiglia emigra in America.”

Desde aquel día, la historia cambió de color. El pasado, que hasta entonces se mostraba como un muro de piedra cerrada, se abrió como un portón de par en par. Desde entonces no he cesado de reunir actas, contrastar fechas, y entretejer con hilo fino esta red que me une —invisible pero firme— a aquellos que cruzaron el océano dejando atrás lengua, tierra y costumbre.

Y si algo he de compartir con quienes emprenden su propia búsqueda en este vasto océano que es la genealogía, es lo siguiente: no os detengáis en la línea recta de los padres y abuelos. La historia no se construye solo en lo vertical. A veces, el secreto duerme en un hermano, en un cuñado, en un acta perdida que parecía ajena. La clave se oculta muchas veces en las ramas laterales, en los rincones menos esperados del árbol. Y solo quien se atreve a mirar hacia los lados, como el sabio caminante, puede hallar los senderos que lo conducen al origen.